domingo, 24 de julio de 2016


SIGLO XXI Y EL ROL DE LA PSICOLOGÍA ADVENTISTA
y en la tierra angustia de las gentes, confundidas a causa del bramido del mar y de las olas. Los hombres quedarán sin aliento por el temor y la expectación de las cosas que sobrevendrán en la tierra, porque las potencias de los cielos serán conmovidas”.
Lucas 21:25-26
Probablemente el siglo XXI sea el último de la historia humana. Vivimos en tiempos inéditos, cuando la historia se ha acelerado, moviéndose rápidamente debajo de nuestros pies, en cambios rápidos en todos los órdenes, precipitándose hacia el fin. Algunos filósofos de la cultura denominan la etapa actual con el nombre de “hipermodernidad” (Aubert, 2004; Ascher, 2005; Lipovetsky 2006) y piensan que la misma es irreversible, que difícilmente dará lugar a otra nueva o diferente. Las manifestaciones del mundo actual tienen características que se equiparan al mismo tiempo con los días de Noé, los tiempos de Sodoma y Gomorra, y las descripciones escatológicas de los evangelios y el Apocalipsis.
A grandes rasgos podríamos decir que la sociedad hipermoderna esta movida por una escalada de excesos, de lo superlativo, de ir más a prisa; “la escalada paroxística del ‘siempre más’ se ha introducido en todos los ámbitos del conjunto colectivo” (Lipovetsky, 2006, 58). Un escenario caracterizado por los extremos y el descontrol, por “compras compulsivas, endeudamiento, ciberdependencias, toxicomanías, prácticas aditivas de todo tipo, anarquía de los comportamientos alimentarios, individualismo desbocado y caótico” (Lipovetsky, 2008, 119). Esos procesos de exacerbación sin límites se observa en el capitalismo y el consumismo, en el marco de la hegemonía de los mercados, además en la ultraviolencia, el terrorismo y el hiperindividualismo.
Desde la década de los 90 se ha instalado “el fenómeno de la inseguridad personal, expresado en el aumento de los delitos violentos, y que aparece con la crisis del Estado de bienestar y en el marco de la aplicación de políticas económicas neoliberales” (Pegoraro, 2000, 114). Ese fenómeno ha ido creciendo paulatinamente como puede apreciarse, por ejemplo, en el aumento de las compañías de vigilancia y los servicios de guardaespaldas, igual que la industria de fabricación de chalecos antibalas, artefactos para defensa personal, blindaje de automóviles, instalación de alambrados eléctricos o sistemas de rastreo. La inseguridad se relaciona con el incremento del consumo de drogas y el narcotráfico, la desconfianza de las instituciones policiales y de justicia, la polarización y profundización de quienes tienen más y los marginados económicos, la incertidumbre del futuro, entre otras razones.
La sociedad hipermoderna promueve el valor de la realización personal, el culto a la autonomía personal y el respeto a la singularidad subjetiva. Se impuso un nuevo tipo de individuo, cada vez más independiente y narcisista, interesado en su propio bienestar que en los demás, replegado sobre sí mismo, con sus auriculares escuchando el MP4 o enviando mensajes en el celular, insensibilizado a la presencia de los demás. El hiperindividualismo ha sido posible gracias a la atomización social, la desintegración de la cosa pública, la cultura de la decepción, la falta de normas o de coacción social, ya que el deber es más opcional que obligación. Es cierto que se trata de un individuo hedonista, consumista, que gasta mucho dinero en diversiones y vacaciones, que le encanta las modas y las canciones de éxito. La obsesión por uno mismo “no se manifiesta tanto en la fiebre del goce como en el miedo a la enfermedad; se trata de un individuo “angustiado por la edad y las arrugas, obsesionado por la línea, por la higiene, por los tratamientos terapéuticos: el cuerpo adquiere rango de verdadero objeto de culto” (Norvión, 2010, 17).
En estos últimos tiempos, la necesidad de afirmación individual, el deber de obtener resultados rápidos, incluso la exigencia de éxito, han propagado una epidemia generalizada de estrés y burn-out. Sigue en aumento, en forma alarmante, las depresiones, los trastornos de la ansiedad y del sueño, entre otras disfunciones emocionales o del comportamiento. Es que se exige del individuo que sea emprendedor, hiperactivo, respondiendo a las exigencias del tiempo, en una vida agobiante, insegura, con un futuro incierto.
La desconfianza es la enfermedad de la época, que se manifiesta, en dudas, incertidumbre, recelos, temores, medidas precautorias y aún ataques preventivos. USA invadió Irak por la desconfianza que podría tener armas nucleares que podrían usarse en su contra. La desconfianza es el origen de las falsas interpretaciones, del imperio de la "mala fe" y la raíz del descontento. En el ámbito individual, la desconfianza lleva a levantar muros, evitar la gente, aislarse o huir, generando trastornos de la identidad y delirios paranoides. En la vida social, la cultura de la desconfianza es un virus que infecciona la credi­bilidad de las instituciones, de la política, de la policía y de la sociedad toda. Ataca la economía y las buenas relaciones sociales. Está relacionada con la vigilancia, la inseguridad y el estrés permanente.
En una sociedad seducida por lo frívolo y lo superfluo, como la moda, los espectáculos de las grandes estrellas de la música y del deporte, corroída por la desconfianza, dominada por un estado de inquietud e incertidumbre ante el porvenir, se ha despertado la necesidades espirituales y la gente busca como nunca antes a Dios. Asistimos a un auge de la espiritualidad y las religiones, porque ellas dan sentido a la vida, construye identidades y proporciona la convicción de la realización personal. La modernidad rechazaba las creencias religiosas, la posmodernidad las toleraba, en tanto, la hipermodernidad las busca. Algunos han llamado la “Victoria de Dios” a esa revitalización de las religiones, al “renovado interés por las enseñanzas de la Iglesia, como una necesi­dad de las verdades últimas, como un deseo de reen­contrar la propia identidad, también y sobre todo con respecto a lo trascendente” (Vattimo, 1998, 109), aunque hay que reconocer que en la época de la desconfianza, muchos se han alejado de las religiones institucionalizadas y de las prácticas formales. El auge espiritualista a llegado a las sectas, el espiritismo y quienes hacen curas milagrosas, el orientalismo, la astrología, las llamadas “medicinas alternati­vas”, el yoga, el Control Mental, la Meditación Trascendental, brujería, reencarna­ciones, esoterismos y misticismos diversos de todo tipo. Se trata, pues, de un nuevo espiritualismo.
Estas realidades del mundo resulta un gran desafío para los psicólogos, ya que las necesidades principales de la gente durante el siglo XXI son y serán mayormente de demanda psicológica. Precisamente, la oficina de estadísticas laborales de los Estados Unidos (bls, 2008), estima que la psicolo­gía será una de las tres profesiones más importantes en crecimien­to de la de­manda del mercado en los próximos quince años. El extraordinario crecimiento que ha experimentado el estudio de esta disciplina en las dos últimas décadas y la realidad de un mundo cada día más comple­jo y con dificultades crecientes, explican y auguran a la psicología la asunción de un rol protagónico en la sociedad del mañana. En medio de la catarata de aconteci­mientos que ­impactan nuestra cultura, el ser humano actual —y en mayor proporción, el del futuro— sufre los embates de los cambios, en una búsque­da infructuo­sa de un sentido indivi­dual y un soporte que fundamente la identidad perso­nal. El desarrollo notable de los medios de comunicación de masa, los procesos de globaliza­ción, fragmenta­ción, la desinte­gración de la familia y los nuevos paradigmas de la cultura narcisista, entre otras variables, han menoscabado la integración y unidad del sujeto, promovien­do una crisis de identidad sin parangón. Así, el hombre hipermoder­no plantea desafíos insosla­ya­bles para el quehacer psicológico actual y futuro.
Hay que reconocer que no sólo el mundo ha cambiado en forma descomunal, también la iglesia adventista ha revelado transformaciones importantes en relación a la Psicología. Hace 20 años, en 1991, se fundó la primera carrera universitaria de licenciatura en Psicología en América Latina, en Argentina, para posteriormente ir apareciendo otras carreras en el área en diferentes países para totalizar actualmente once universidades (ellas son: la Universidad Peruana Unión, en Perú, tanto en Ñaña, donde está la sede central como en sus dos anexos de Juliaca y Tarapoto, la Universidad Adventista de Centro América, en Costa Rica, la Universidad de Montemorelos, en México, la Universidad Adventista Dominicana, en Santo Domingo, el Centro Universitario de San Pablo, Brasil, la Universidad Adventista de Chile, la Universidad Adventista de Las Antillas, en Puerto Rico, la Universidad de Linda Vista, en Chiapas, México, y las Facultades Adventistas de Bahía, Brasil) que ofrecen la licenciatura de Psicología, además del grado de Maestrías y doctorado en familia (en Montemorelos). En Estados Unidos prácticamente casi todas las universidades y la mayoría de los colegios tienen carreras de Psicología, totalizando doce instituciones académicas (Washington Adventist University Andrews University, Atlantic Union College, Canadian University College, La Sierra University, Loma Linda University, Pacific Union College, Southern Adventist Universit Southwestern Adventist Universit, Union College Walla Walla University Washington Adventist University), que ofrecen carreras de psicología, en nivel de pregrado y de posgrado, con varias ofertas de doctorado que tiene Loma Linda University.
En este escenario de un mundo cambiante que avanza aceleradamente hacia el fin y miles de estudiantes adventistas de psicología que egresan de estas veintitrés carreras de las Américas, para ofrecer sus conocimientos y asistencia terapéutica a la sociedad, ¿qué espera la Iglesia de los graduados, los docentes y los dirigentes de las carreras adventistas en estos tiempos finales de la historia? ¿Cuál debe ser el rol que juegue en el futuro la psicología adventista en el mundo?
Creemos que la Iglesia espera de los profesionales adventistas del área de la Psicología que se identifiquen plenamente con la predicación del evangelio, invirtiendo sus conocimientos, habilidades y tiempo en el cumplimiento de la misión, que vivan las creencias y las practiquen, en su vida personal como profesional, pero especialmente que ejerzan su trabajo de expertos con responsabilidad y eficiencia, desarrollando programas asistenciales, en todos los niveles (primario, secundario y terciario), con estrategias y técnicas de intervención que sean inspiradas en la cosmovisión bíblica, que no sólo provean a la población de salud mental, sino también puedan ofertar los beneficios de la salud espiritual, para aquellos que buscan un sentido trascendente de vida, que les permita construir un nuevo futuro bajo el signo de la promesa.
Se ha dicho que la “tarea principal de la psicoterapia es transformar las historias de desesperanza en historias de esperanza” (Frank, 1987), cambiar el discurso pesimista o fatalista del paciente por un discurso que abra nuevas posibilidades, que brinde soluciones a los problemas, que de confianza y seguridad, esto es, que trasmita la esperanza de un futuro mejor. Los psicólogos son “embajadores de la esperanza” han declarado Beavers y Kaslow (1981), ya que deben suscitar destinos más promisorios, que mejore la calidad de vida de los clientes y puedan adquirir la dignidad de una vida satisfactoria y plena. La Iglesia también espera que los psicólogos adventistas puedan desempeñar ese rol de trasmitir la esperanza, no sólo para los límites de la experiencia terrenal de los clientes sino una esperanza más amplia y consumada, la esperanza trascendente, “bienaventurada” (Tito 2:13), que alcance los espacios ilimitados de la eternidad.
Referencias bibliográficas
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