SIGLO
XXI Y EL ROL DE LA PSICOLOGÍA ADVENTISTA
“y
en la tierra angustia de las gentes, confundidas a causa del bramido
del mar y de las olas. Los hombres quedarán sin aliento por el temor
y la expectación de las cosas que sobrevendrán en la tierra, porque
las potencias de los cielos serán conmovidas”.
Lucas
21:25-26
Probablemente
el siglo XXI sea el último de la historia humana. Vivimos en tiempos
inéditos, cuando la historia se ha acelerado, moviéndose
rápidamente debajo de nuestros pies, en cambios rápidos en todos
los órdenes, precipitándose hacia el fin. Algunos filósofos de la
cultura denominan la etapa actual con el nombre de “hipermodernidad”
(Aubert, 2004; Ascher, 2005; Lipovetsky 2006) y piensan que la misma
es irreversible, que difícilmente dará lugar a otra nueva o
diferente. Las manifestaciones del mundo actual tienen
características que se equiparan al mismo tiempo con los días de
Noé, los tiempos de Sodoma y Gomorra, y las descripciones
escatológicas de los evangelios y el Apocalipsis.
A
grandes rasgos podríamos decir que la sociedad hipermoderna esta
movida por una escalada de excesos, de lo superlativo, de ir más a
prisa; “la escalada paroxística del ‘siempre más’ se ha
introducido en todos los ámbitos del conjunto colectivo”
(Lipovetsky, 2006, 58). Un escenario caracterizado por los extremos y
el descontrol, por “compras compulsivas, endeudamiento,
ciberdependencias, toxicomanías, prácticas aditivas de todo tipo,
anarquía de los comportamientos alimentarios, individualismo
desbocado y caótico” (Lipovetsky, 2008, 119). Esos procesos de
exacerbación sin límites se observa en el capitalismo y el
consumismo, en el marco de la hegemonía de los mercados, además en
la ultraviolencia, el terrorismo y el hiperindividualismo.
Desde
la década de los 90 se ha instalado “el fenómeno de la
inseguridad personal, expresado en el aumento de los delitos
violentos, y que aparece con la crisis del Estado de bienestar y en
el marco de la aplicación de políticas económicas neoliberales”
(Pegoraro, 2000, 114). Ese fenómeno ha ido creciendo paulatinamente
como puede apreciarse, por ejemplo, en el aumento de las compañías
de vigilancia y los servicios de guardaespaldas, igual que la
industria de fabricación de chalecos antibalas, artefactos para
defensa personal, blindaje de automóviles, instalación de
alambrados eléctricos o sistemas de rastreo. La inseguridad se
relaciona con el incremento del consumo de drogas y el narcotráfico,
la desconfianza de las instituciones policiales y de justicia, la
polarización y profundización de quienes tienen más y los
marginados económicos, la incertidumbre del futuro, entre otras
razones.
La
sociedad hipermoderna promueve el valor de la realización personal,
el culto a la autonomía personal y el respeto a la singularidad
subjetiva. Se impuso un nuevo tipo de individuo, cada vez más
independiente y narcisista, interesado en su propio bienestar que en
los demás, replegado sobre sí mismo, con sus auriculares escuchando
el MP4 o enviando mensajes en el celular, insensibilizado a la
presencia de los demás. El hiperindividualismo ha sido posible
gracias a la atomización social, la desintegración de la cosa
pública, la cultura de la decepción, la falta de normas o de
coacción social, ya que el deber es más opcional que obligación.
Es cierto que se trata de un individuo hedonista, consumista, que
gasta mucho dinero en diversiones y vacaciones, que le encanta las
modas y las canciones de éxito. La obsesión por uno mismo “no se
manifiesta tanto en la fiebre del goce como en el miedo a la
enfermedad; se trata de un individuo “angustiado por la edad y las
arrugas, obsesionado por la línea, por la higiene, por los
tratamientos terapéuticos: el cuerpo adquiere rango de verdadero
objeto de culto” (Norvión, 2010, 17).
En
estos últimos tiempos, la necesidad de afirmación individual, el
deber de obtener resultados rápidos, incluso la exigencia de éxito,
han propagado una epidemia generalizada de estrés y burn-out.
Sigue en aumento, en forma alarmante, las depresiones, los trastornos
de la ansiedad y del sueño, entre otras disfunciones emocionales o
del comportamiento. Es que se exige del individuo que sea
emprendedor, hiperactivo, respondiendo a las exigencias del tiempo,
en una vida agobiante, insegura, con un futuro incierto.
La
desconfianza es la enfermedad de la época, que se manifiesta, en
dudas, incertidumbre, recelos, temores, medidas precautorias y aún
ataques preventivos. USA invadió Irak por la desconfianza que podría
tener armas nucleares que podrían usarse en su contra. La
desconfianza es el origen de las falsas interpretaciones, del imperio
de la "mala fe" y la raíz del descontento. En el ámbito
individual, la desconfianza lleva a levantar muros, evitar la gente,
aislarse o huir, generando trastornos de la identidad y delirios
paranoides. En la vida social, la cultura de la desconfianza es un
virus que infecciona la credibilidad de las instituciones, de la
política, de la policía y de la sociedad toda. Ataca la economía y
las buenas relaciones sociales. Está relacionada con la vigilancia,
la inseguridad y el estrés permanente.
En
una sociedad seducida por lo frívolo y lo superfluo, como la moda,
los espectáculos de las grandes estrellas de la música y del
deporte, corroída por la desconfianza, dominada por un estado de
inquietud e incertidumbre ante el porvenir, se ha despertado la
necesidades espirituales y la gente busca como nunca antes a Dios.
Asistimos a un auge de la espiritualidad y las religiones, porque
ellas dan sentido a la vida, construye identidades y proporciona la
convicción de la realización personal. La modernidad rechazaba las
creencias religiosas, la posmodernidad las toleraba, en tanto, la
hipermodernidad las busca. Algunos han llamado la “Victoria de
Dios” a esa revitalización de las religiones, al “renovado
interés por las enseñanzas de la Iglesia, como una necesidad
de las verdades últimas, como un deseo de reencontrar la propia
identidad, también y sobre todo con respecto a lo trascendente”
(Vattimo, 1998, 109), aunque hay que reconocer que en la época de la
desconfianza, muchos se han alejado de las religiones
institucionalizadas y de las prácticas formales. El auge
espiritualista a llegado a las sectas, el espiritismo y quienes hacen
curas milagrosas, el orientalismo, la astrología, las llamadas
“medicinas alternativas”, el yoga, el Control Mental, la
Meditación Trascendental, brujería, reencarnaciones,
esoterismos y misticismos diversos de todo tipo. Se trata, pues, de
un nuevo espiritualismo.
Estas
realidades del mundo resulta un gran desafío para los psicólogos,
ya que las necesidades principales de la gente durante el siglo XXI
son y serán mayormente de demanda psicológica. Precisamente, la
oficina de estadísticas laborales de los Estados Unidos (bls, 2008),
estima que la psicología será una de las tres profesiones más
importantes en crecimiento de la demanda del mercado en los
próximos quince años. El extraordinario crecimiento que ha
experimentado el estudio de esta disciplina en las dos últimas
décadas y la realidad de un mundo cada día más complejo y con
dificultades crecientes, explican y auguran a la psicología la
asunción de un rol protagónico en la sociedad del mañana. En medio
de la catarata de acontecimientos que impactan nuestra
cultura, el ser humano actual —y en mayor proporción, el del
futuro— sufre los embates de los cambios, en una búsqueda
infructuosa de un sentido individual y un soporte que
fundamente la identidad personal. El desarrollo notable de los
medios de comunicación de masa, los procesos de globalización,
fragmentación, la desintegración de la familia y los
nuevos paradigmas de la cultura narcisista, entre otras variables,
han menoscabado la integración y unidad del sujeto, promoviendo
una crisis de identidad sin parangón. Así, el hombre hipermoderno
plantea desafíos insoslayables para el quehacer
psicológico actual y futuro.
Hay
que reconocer que no sólo el mundo ha cambiado en forma descomunal,
también la iglesia adventista ha revelado transformaciones
importantes en relación a la Psicología. Hace 20 años, en 1991, se
fundó la primera carrera universitaria de licenciatura en Psicología
en América Latina, en Argentina, para posteriormente ir apareciendo
otras carreras en el área en diferentes países para totalizar
actualmente once universidades (ellas son: la Universidad Peruana
Unión, en Perú, tanto en Ñaña, donde está la sede central como
en sus dos anexos de Juliaca y Tarapoto, la Universidad Adventista de
Centro América, en Costa Rica, la Universidad de Montemorelos, en
México, la Universidad Adventista Dominicana, en Santo Domingo, el
Centro Universitario de San Pablo, Brasil, la Universidad Adventista
de Chile, la Universidad Adventista de Las Antillas, en Puerto Rico,
la Universidad de Linda Vista, en Chiapas, México, y las Facultades
Adventistas de Bahía, Brasil) que ofrecen la licenciatura de
Psicología, además del grado de Maestrías y doctorado en familia
(en Montemorelos). En Estados Unidos prácticamente casi todas las
universidades y la mayoría de los colegios tienen carreras de
Psicología, totalizando doce instituciones académicas (Washington
Adventist University Andrews University, Atlantic Union College,
Canadian University College, La Sierra University, Loma Linda
University, Pacific Union College, Southern Adventist Universit
Southwestern Adventist Universit, Union College Walla Walla
University Washington Adventist University), que ofrecen carreras de
psicología, en nivel de pregrado y de posgrado, con varias ofertas
de doctorado que tiene Loma Linda University.
En
este escenario de un mundo cambiante que avanza aceleradamente hacia
el fin y miles de estudiantes adventistas de psicología que egresan
de estas veintitrés carreras de las Américas, para ofrecer sus
conocimientos y asistencia terapéutica a la sociedad, ¿qué espera
la Iglesia de los graduados, los docentes y los dirigentes de las
carreras adventistas en estos tiempos finales de la historia? ¿Cuál
debe ser el rol que juegue en el futuro la psicología adventista en
el mundo?
Creemos
que la Iglesia espera de los profesionales adventistas del área de
la Psicología que se identifiquen plenamente con la predicación del
evangelio, invirtiendo sus conocimientos, habilidades y tiempo en el
cumplimiento de la misión, que vivan las creencias y las practiquen,
en su vida personal como profesional, pero especialmente que ejerzan
su trabajo de expertos con responsabilidad y eficiencia,
desarrollando programas asistenciales, en todos los niveles
(primario, secundario y terciario), con estrategias y técnicas de
intervención que sean inspiradas en la cosmovisión bíblica, que no
sólo provean a la población de salud mental, sino también puedan
ofertar los beneficios de la salud espiritual, para aquellos que
buscan un sentido trascendente de vida, que les permita construir un
nuevo futuro bajo el signo de la promesa.
Se
ha dicho que la “tarea principal de la psicoterapia es transformar
las historias de desesperanza en historias de esperanza” (Frank,
1987), cambiar el discurso pesimista o fatalista del paciente
por un discurso que abra nuevas posibilidades, que brinde soluciones
a los problemas, que de confianza y seguridad, esto es, que trasmita
la esperanza de un futuro mejor. Los psicólogos son “embajadores
de la esperanza” han declarado Beavers y Kaslow (1981), ya que
deben suscitar destinos más promisorios, que mejore la calidad de
vida de los clientes y puedan adquirir la dignidad de una vida
satisfactoria y plena. La Iglesia también espera que los psicólogos
adventistas puedan desempeñar ese rol de trasmitir la esperanza, no
sólo para los límites de la experiencia terrenal de los clientes
sino una esperanza más amplia y consumada, la esperanza
trascendente, “bienaventurada” (Tito 2:13), que alcance los
espacios ilimitados de la eternidad.
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